jueves, 24 de mayo de 2012

"La cicatriz del humo": los niños de Auschwitz







Los niños

 de
 
Auschwitz


Carlos Morales (2003)
 Cómo conseguir que la amarga experiencia del Holocausto no siga derrotando en vida a los jóvenes del Israel contemporáneo? ¿Cómo impedir que su memoria se perpetúe en un odio irracional contra lo que está fuera de la nación hebrea? ¿Es posible el perdón? ¿Es posible la reparación de las víctimas? ¿Ha interiorizado Europa la gran tragedia de la Shoá? Estas son las grandes preguntas sobre las que gira La cicatriz del humo, en la que Amela Einat despliega esa “gran herida” no cauterizada todavía que atraviesa los costados de todas las generaciones de Israel desde el final de la II Guerra Mundial. 
  Se trata de una novela coral dirigida a un público juvenil, en la que sus protagonistas, un grupo de muchachos que acaban de concluir sus estudios de bachillerato, deciden recorrer el círculo de la barbarie en las llanuras polacas, en compañía de un puñado de ancianos que, siendo niños todavía, tuvieron la suerte de sobrevivir a Auschwitz. La visita a los campos de concentración desentierra el horror en quienes los vivieron en su propia carne y en unos muchachos que, hijos de supervivientes, no habían acertado a situar el origen de esas “zonas oscuras” en las que hasta entonces habían vivido cercados por unas invisibles alambradas de dolor.  Así hasta que el estallido interior provoca una dura catarsis emocional tras la que ninguna pregunta halla su respuesta.
  Entre los personajes, merece especial atención el perfil de Karen, hija de una mujer polaca que se había casado con “el primer judío que encontró a su paso” para liberarse  del dolor de saberse viva gracias a que sus propios padres no dudaron en denunciar a los judíos para protegerla de la muerte. El drama de esta adolescente define, mejor que ningún otro, el gran drama del Israel contemporáneo. Es, sin duda, el personaje angular de una historia que, dejando a su paso un puñado de sobrecogedores testimonios de supervivientes, nos sitúa ante la encrucijada de un pueblo y en el territorio sobre la que Amela Einat ha elevado al cielo una escritura para la reconciliación interior, la misma que la ha convertido en uno de los rostros más visibles del pacifismo hebreo.
  La novela se enfrenta a algunos de los grandes mitos construidos en torno al Holocausto por la cultura occidental.  Así, deja claro que la Shoá no se presta todavía a ser contemplada, solamente, como un acontecimiento histórico que tuvo su tiempo y su lugar, dada su presencia constante en la conciencia colectiva de Israel y de la misma Europa. También pone en evidencia las imágenes míticas de quienes, como José Saramago o Eduardo Haro Teglen, ven al Holocausto como gran argumento de legitimación para un presunto exterminio del pueblo palestino, al demostrar, precisamente, que el Holocausto es, también, uno de los soportes fundamentales de quienes participan de una misma voluntad de tolerancia y de reconciliación. 
 











Sobre La cicatriz del humo:






































viernes, 18 de mayo de 2012

"Auras: los cantos órficos de Marga Clark", por Carlos Morales.






AURAS: 
Los cantos órficos de Marga Clark

 Por Carlos Morales


De la madrileña Marga Clark conocemos  una larga trayectoria en el mundo de la fotografía, cuyos secretos aprendió en el Nueva York de finales de los setenta de la mano del gran maestro del retrato Philippe Halsman. Como tal, y dejando a un lado sus ensayos sobre este disciplina -Impresiones fotográficas (1991)-, su obra se encuentra representada en las más prestigiosas   colecciones mundiales, entre las que destacan las del MOMA, el museo de  Brooklin,  el Español de Arte Contemporáneo de Madrid, la Bibliotèque Nationale de París y la Col.lecció “Testimoni” de la Caixa de Barcelona.
   Aunque una buena parte de su consagración en el mundo de la fotografía, se ha desarrollado en íntima relación con la literatura, como prueban sus sorprendentes recreaciones fotográficas de las obras de María Zambrano, Alejandra Pizarnik y Valentí Gómez i Oliver, su vocación literaria sólo comenzó a manifestarse en 1989 con la sobrecogedora edición de De profundis, que recogía algunas de las fotografías que su autora acababa no hace mucho de realizar tomando como modelo los retratos que encontró en las lápidas de los nichos del cementerio veneciano de San Michelle, y algunos poemas surgidos bajo su impacto. Desde entonces, poemas y fotos caminaron aparte. Mientras  éstas, que fueron expuestas con éxito en algunas ciudades españolas, se convirtieron desde entonces en el objeto obsesivo de su creación y de su experiencia vital, los poemas surgidos de ellas acabaron editados en 1999, pero en solitario, en Del sentir invisible. De algún modo, el libro de las Auras, de Marga Clark, viene a romper esta distancia artificial entre dos manifestaciones artísticas de lo que surgió en torno a un mismo fenómeno, que no era otro que el de la experiencia de la muerte. 
    Auras impresiona. Lo hacen las fotografías, en blanco y negro,  de personajes anónimos  que no tuvieron más posteridad que el recuerdo de quienes les amaron y un puñado de retratos en desintegración en uno de los cementerios más hermosos de la Tierra. Lo hacen también unos poemas  que, al igual que los Himnos a la noche de Novalis, sólo buscan redimirlos de toda la orfandad en la que los dejó la única muerte real que al cabo existe: la del olvido. Con la sabiduría de quien ha soportado la experiencia de “sentir a la luz abandonarme toda”, Marga Clark ha avanzado hacia el centro de la muerte con el amor como única herramienta, un amor encendido y redentor “atravesado –así dice de ella el maestro Antonio Gamoneda- por el placer y por el sufrimiento”.
    Este apasionado viaje hacia el inframundo que Marga Clark ha consumado, ha tenido la virtud de convertir sus versos en visiones de alto voltaje que, como las derivadas de las experiencias cercanas a la muerte, sólo pueden alcanzarse en el territorio libérrimo de la invisibilidad y de la subconsciencia. Valientes y explosivas imágenes las suyas, cuya carga emocional extrema la autora ha sabido acentuar mediante la utilización profusa de adjetivos para, acto seguido, someter su expresión al implacable marcaje equilibrador de un ritmo constante y predeterminado que –como en Withman- no tiene más límite que la respiración pulmonar. Marga Clark logra con ello arrastrarnos sin dificultad hacia al angosto paisaje lírico de sus propias obsesiones en un viaje tan intenso como inolvidable. Paisaje –conviene decirlo- que la autora recibió en heredad  tras el dramático suicidio -por el amor imposible de Juan Ramón Jiménez de su tía-, la joven escultora Marga Gil Roesset,  hace ya más de ochenta  años.  

                               Carlos Morales 




Auras, de Marga Clark. 
El Toro de Barro. 
PVP: 8 Euros.

 edicioneseltorodebarro@yahoo.es












miércoles, 11 de abril de 2012

"Los días rotos", de Juan Ramón Mansilla, por Sabas Martín





Los días rotos 
de Juan Ramón Mansilla

Por Sabas Martín






Sabas Martín
No es habitual en un primer libro de poemas, como es el caso de Los Días Rotos, de Juan Ramón Mansilla, hallar tal rigor conceptual ni tan intenso trabajo de lenguaje, capaz de mostrar reveladoramente una sugestiva y luminosa multiplicidad de registros. Nacido en Tribaldos, en 1964, Juan Ramón Mansilla suma su nombre a la nómina de poetas que ven su obra publicada en la mítica editorial El Toro de Barro, recuperada desde 1997 en una segunda etapa con la dirección de Carlos Morales, y bajo cuya advocación se configura una de las páginas más brillantes y esenciales de la memoria poética de nuestro país.
Poseedor de un discurso lírico que concilia con acierto y equilibrio tradición y vanguardia, emoción y reflexión, contención verbal y destellos metafóricos, en
Los Días Rotos Juan Ramón Mansilla propone un viaje expresivo que transcurre entre las fronteras recónditas de la interioridad, el horizonte abierto de escenarios cosmopolitas y la concreta geografía humana, canal y simbólica, que late en los nombres propios. Así, la simple experiencia cotidiana, las evocaciones de ciudades y los retratos de personajes y personas, son los más significativos ejes argumentales de Los Días Rotos. Pero no nos hallamos ante una poesía de proyección narrativa o narcisistamente biográfica, estériles desde sus propias limitaciones. Juan Ramón Mansilla carga de una intención superior los motivos de los que surgen sus poemas para desarrollar una honda y fundamental indagación sobre el sentido del ser ante el tiepo. Para ello recurre tanto a la palabra desnuda, escueta y descarnada de aditamentos, como a los ecos deslumbrantes de imágenes misteriosas e imprevisibles. El Siglo de Oro español y el esplendor surrealista, Kavafis y Cernuda, forman parte, bien asimilada, del bagaje formal y conceptual de Mansilla.


La vida vivida como sistema de conocimiento, la cultura como parte viva de esa misma vida, la Historia como legado y reflejo en que reconocer nuestro destino, nos conducen en
Los Días Rotos a un universo expresivo en el que se concitan la vulnerabilidad, el desvalimiento, la pérdida, la ajenidad y las carencias. Ese es el callado fuego que habita en la condición humana. En el que se consume y consuma. El empeño de Juan Ramón Mansilla es el de perpetuarse en las palabras con las que intenta comprender el secreto y perecedero fulgor de la existencia. En el empeño, su valiosa mirada poética es el espejo de nuestra propia y mortal incertdumbre.


Reseña leída en "Los libros en Radio 5"






(Biografía de Juan Ramón Mansilla; Antología poética; Comentarios y reseñas de su obra literaria; Títulos del autor editados por El Toro de Barro)








martes, 3 de abril de 2012

"La fiesta de los infiernos", de Juan José Delgado, por Cecilia Domínguez.




CRÓNICA DE UNA FIESTA
INQUIETANTE

Por Cecilia Domínguez



Si, como dijo Claudio Magris, “todo libro verdadero se mide con la demonicidad de la vida”, estamos aquí ante uno de ellos, pues La fiesta de los infiernos de Juan José Delgado no sólo se mide con el lado oscuro de la existencia sino que penetra en él, hasta el lugar donde se enquistan los deseos insatisfechos, los odios, la violencia, la impotencia del hombre. Atrapados desde las primeras líneas por el músculo buccinador de un grotesco gerifalte, comenzamos el descenso en una ciudad que se prepara para el Carnaval; fiesta de la trasgresión en la que las fronteras del “yo” se diluyen y la vida se transforma en un gran teatro sin tiempo del que todos somos obligados actores. Pero pronto nos damos cuenta de que no estamos ante una tregua al miedo cotidiano, a la opresión de lo establecido; ni ante una celebración gozosa de los sentidos que vive y tiene sus propia reglas. Bastan unas líneas para que nuestra mirada choque con un escenario carnavalesco de alambradas de espino y campos de concentración, ofrecidos al visitante como un atractivo más de la fiesta, mientras la música de Wagner nos traslada, inevitablemente, a la memoria del terror.
La ciudad se prepara. El manicomio de la colina abre sus puertas para que salgan algunos de los redimidos por su propia locura y formen parte del delirio colectivo. Todo se subvierte y lo absurdo ocupa el espacio de lo cotidiano. Nunca tan próximos Eros y Tánatos, razón e insania. Hemos entrado en un laberinto de espejos donde teseos, prisioneros de sus propias máscaras, no se reconocen y el engaño y el miedo se multiplican. Donde el humor de algunos momentos, lejos de servirnos de paliativo, aumenta aún más nuestra incertidumbre. Intuimos que no hay salvación posible, pero seguimos atrapados por el lenguaje denso, envolvente y sin concesiones con el que el autor ha sabido construir un mundo en el que sus personajes se debaten entre el deseo de acercarse a lo prohibido, poniéndose un disfraz tras el que ocultan lo que son, y la necesidad de afirmar su propia identidad. Un ámbito donde los distintos niveles de realidad terminan confundiéndose. Y llegan a lo esperpéntico que, en este caso, no es como en los esperpentos valleinclanescos, deformación de una realidad de la que se parte para huir de ella, sino irrealidad pura, que va incluso más allá de la que los personajes pretenden alcanzar. Es decir el esperpento de La fiesta de los infiernos no es una evasión de la realidad sino una inmersión profunda en ella.
Y todo esto con la elección acertada de un lenguaje en el que no faltan guiños literarios que van desde el jardín de Borges, en un “difícil sendero de sentidos que se bifurcan” (pp.13), donde los “invisibles átomos del aire” becquerianos “palpitan, se inflaman y se deshacen en rayos catódicos” (pp. 66) y “la destrucción o el amor” de Alexandre pone punto final al devorador deseo de Claramunda (pp. 135), hasta el propio autor, que se guiña a sí mismo en el esperanzado pensamiento del doctor Bencomo: "la tierra es madre antes que tumba”(pp. 10). Mitos, duplicidades engañosas, citas y refranes, tangos y coplas, se disfrazan y conjugan en esta fiesta de los infiernos para ofrecernos un mundo inquietante del que ya no podemos (o no queremos), mal que nos pese, salir. En este caos en el que se convierte la ciudad, se llega a un punto en el que la vida vale menos que esa partida de ajedrez que juega el incauto prisionero con el todopoderoso general. Partida que, de pronto, queda interrumpida, al igual que la suerte de todos los demás personajes, suspendidos al borde de lo incierto. Mientras, la “nave de los locos” zarpa del puerto sin un claro destino.
Al cerrar el libro son inevitables las preguntas. ¿Cómo acabará esa partida de ajedrez a vida o muerte? ¿Qué será de Proceloso-León que escapó colina arriba, y de Ofelia, doncella sacrificada al carnaval, o esa otra Ofelia-María, salvadora de laberintos? Tal vez todo sea una invitación del autor a un nuevo y atrayente dédalo de espejos donde volver a sentir el escalofrío de lo oscuro mientras intentamos “tomar la delantera al sol del alba”.

Yo, de antemano, la acepto.





El Toro de Barro, Tarancón de Cuenca, 2002.
Colección “Narrativa”. ISBN: 84-95543-38-9
160 páginas.



Pedidos al correo electrónio edicioneseltorodebarro@yahoo.es







"El Cantar de los Cantares de Carlos Morales", por Edith Dahan



Carlos Morales y su esposa Irene Zamorano


El Cantar de los Cantares:
De Fray Luis de León a Carlos Morales


Edith Dahan

(2006)

    Para quienes hemos crecido en el contexto cultural de la lengua española, referirse al Cantar de los Cantares ha supuesto siempre recordar la traducción al castellano, en octavas, de fray Luis de León. El excepcional equilibrio logrado por el autor conquense entre, por un lado, la fidelidad lingüística al texto original, y, por otro, la particular traslación de los usos literarios semíticos a los de la lengua castellana de su época, ha convertido su visión del Cantar en una de las más influyentes de todos los tiempos. Las traducciones posteriores han sido, en gran medida, reformulaciones, más o menos afortunadas, de la suya: tanto en las que han perseverado en la dimensión religiosa del poema como en las que lo han visto como la expresión más viva del amor pagano, la voz de fray Luis –para bien y para mal– no ha dejado nunca de escucharse.
     Pues bien, este estado de cosas ha venido a ser quebrado por la “versión” del Cantar de los Cantares  realizada por el poeta y editor –también conquense– Carlos Morales, publicada en los Cuadernos del Mediterráneo y recogida, en segunda edición, por la editorial El Toro de Barro en el volumen antológico Treze (2003); una versión que –con toda razón– Luis María Anson ha calificado de “admirable” porque, entre otras muchas cosas, y como acertadamente ha dicho Varda Benari, en ella se escuchan menos los ecos de fray Luis que los de los antiguos poetas hebreos que lo compusieron.
     Un simple cotejo de algunos pasajes de ambas versiones nos sirve para advertir al alto grado de independencia con que Carlos Morales ha abordado su trabajo, sobre todo en su apuesta radical por el versolibrismo y en lo que concierne a la traslación al castellano moderno de las imágenes y metáforas del texto original, al que el poeta se ha acercado consultando numerosas traducciones o, en comandita con colegas hebreos, intentándola de propia mano. El resultado no ha sido un pastiche de variopintos expedientes literarios, sino un texto de gran coherencia interior elaborado con precisión en torno a la concepción del poema como un canto dramatizado de amor pagano en el que destaca su enorme musicalidad. 
     Su Cantar es, ante todo, una pieza musical que nos entra por el oído y nos encanta no sólo por muchas de las soluciones literarias adoptadas sino, sobre todo, por la armonía rítmica de su composición. Cabe decir en este sentido que, en contraposición a fray Luis, el conquense ha logrado -casi siempre, eso hay que decirlo- trasladar al castellano moderno como nunca se había hecho antes los ritmos básicos del versolibrismo hebreo con una fidelidad pareja a aquélla con lo que ha “atrapado” el sentido de su imaginismo. De ahí que  Varda. Benari haya afirmado que la suya “es una traducción mucho más veraz y fiel que muchas de las que se han hecho en la contemporaneidad del Cantar de los Cantares.
     No se trata de establecer prelacías entre las versiones, igualmente admirables, de Carlos Morales y de Fray Luis de León, sino de acercarse a las dos con la sana intención de gozar de los brillos que alcanza una misma emoción amorosa en manos de dos poetas auténticos que –parafraseando a José Luis García Martín– han logrado decir lo que otros dijeron antes como como si no existiera otra forma de decirlo. Dos versiones separadas por algo más de cuatro siglos de distancia que configuran –el tiempo lo dirá– los límites extremos, mejores y más definidos, de las dos grandes exégesis del gran poema bíblico: la judeocristiana, que lo entiende como la expresión de una relación de amor entre Dios y su pueblo, y la secular, que contempla el Cantar de los Cantares como el más hermoso poema de amor pagano de la historia. Y a ello invitamos al lector, con el convencimiento de que tienen el placer asegurado.









lunes, 2 de abril de 2012

La fiesta de los infiernos, por Víctor Álamo de la Rosa



NARRATIVA DEL ASOMBRO DE
JUAN JOSÉ DELGADO


Víctor Álamo de la Rosa


Hay una narrativa complacida por la que uno pasa de puntillas, sin llegar a oler sangres y dolores, alegrías y sabores, hecha de personajes y atmósferas como de cartón piedra, sin recovecos, huecos y ecos fructíferos y sugeridores, con ritmos y tramas que van planamente acabándose hasta llegar a ese punto y final que pareciera, en la lectura, haber estado ahí desde siempre. Se cierra el libro y empieza el olvido. Hay, sin embargo, otra narrativa que se envuelve sobre sí misma hasta lograr atrapar y mostrarse incalculable, polisémica y polifónica, rica en matices y sabores, tal la poesía o el buen vino, inaprehensible. A este tipo de narración, el más interesante sin duda al menos para quien suscribe, pertenece La fiesta de los infiernos, del escritor canario Juan José Delgado, novela recién editada por la editorial conquense El Toro de Barro.
No se entra en esta obra para salir de rositas, inmaculado, sino para llenarse de fantasmas. Uno entra en la lectura pensándose cuerdo y a las pocas páginas ya empieza a dudar, a sentir las imprecisiones y vaguedades que jamás separan realidad y ficción en las novelas acertadas. Como en el teatro, se ven los hilos que mueven a las marionetas, pero el espectáculo seduce, funciona, atrapa hasta reír o llorar, hasta hacer repetir al espectador –el lector– las mismas muecas del actor o del muñeco. Este teatro que despliega la novela tiene un escenario, la isla que no se nombra en el texto pero que podría reconocerse en la de Tenerife, y una obra que se representa, su conocido carnaval, carnestolenda que los febreros inunda con jolgorio obligado la isla toda. La novela empieza, arranca jubilosa, cuando las aristas de la realidad enmascarada por la fiesta se difuminan hasta confundir a políticos gobernantes, ejército, clero, muchedumbre y hasta incluso a los locos del manicomio. Para extraerle a la verdad su sustancia peligrosa lo mejor es el esperpento, y vale acordarnos de su inventor y frecuentador, el Valle-Inclán de Luces de Bohemia y Tirano Banderas, por poner dos sabios ejemplos. Juan José Delgado siguió la senda que allí avizoró para vislumbrar renovadas y alucinatorias posibilidades. Un mucho de prestidigitación literaria y ya los contornos, las líneas de lo que pensamos cerco real, tangible, verídico, se funden con las que quisimos imaginarias o apenas verosímiles. Sólo con este juego maestro el lector ya disfrutará sobremanera, naufragando una y otra vez en sus propias proyecciones, irremediablemente abandonado a su suerte en manos de un narrador potente que no desmaya, que no deja fisuras. Todo lo sentimos plausible, y se trasciende la parodia, la propia esperpentización del mundo, para causar asombro, novedad.




A este contexto se atan sueños habilidosamente, engendros simbólicos que asombrarán al lector con su irradiación, con su tiniebla sorprendente y su capacidad inusitada para la revelación. Los personajes, cada uno de ellos dotado de su particular misterio, tienen sueños, veremos si dormidos o despiertos, lo mismo dará. Se abren paso –digo– los personajes, con una luz misteriosa, con una carga de espesura trágica, como icebergs que sólo sugieren su verdadero completo volumen. Valgan, botón de muestra, sus nombres y las ondas significantes que por sí solos desprenden: Claramunda, Proceloso-León, María-Ofelia y así hasta configurar una lista amplia, coral de voces con enigma goloso. Como el pintor, Montesinos, empeñado en pintar a Dios.


Juan José Delgado
Mientras el carnaval aglomera, la isla sucumbe distraída en la fanfarria grotesca: ascienden al poder hordas nazis. Los locos, cual quijotes, distinguen mejor los hilos. La nave de los locos pudiera ser el barco de la esperanza, arca de Noé, lo que únicamente ponga mar azul entre tanto naufragio y tanta debacle, lo que aleje a unos cuantos de la hecatombe. Nada acaba de escapar a la confusión carnavalera, ni el amor, falso tras tantos afeites, o quizá cierto bajo muchas capas de apariencia. Todo espejea, todo rezuma ecos, nada es fiable.
Para dar enjundia a todo el clima que la novela de Juan José Delgado promete y cumple se precisa un lenguaje diferente, turbador, que diga y explique y explaye de otro modo. Mérito del escritor recuperar para el presente palabras que conocemos pero que en su sintaxis particular son otras, suenan de otra manera, vuelven renovadas al paladar del lector. El estilo, en fin, nos sobrecoge desprevenidos (vale hasta el neologismo curiosón, porque la muchacha puede moverse gretagarbosamente), pero sin caer en palabrería confundidora o fútil, sin olvidar nunca que las palabras en una novela se disponen para narrar, aunque, en ésta que nos ocupa, con además decididos y originales fulgores. Acertó el escritor
con esta música, esperemos lectores dispuestos al vértigo de la sinfonía.


























lunes, 5 de marzo de 2012

"Salmo", de Carlos Morales, por Luis María Anson






Luis María Anson


Los negros pájaros de hierro
 
Entre tanta calderilla literaria como todos los días llega a mi mesa de trabajo, rueda de pronto una perla. Carlos Morales hace versos instalados en la última vanguardia, es decir, en el profundo aliento lírico. La colección Kuadrinos sefardíes que dirige con Margalit Matitiahu es una muestra de la cultura profunda, la que desprecian tantas veces ministerios, academias, y círculos de bellas artes. En Salmo, Carlos Morales ha amontonado una docena de versos que se están friendo en la sartén.
 Danza bajo el burka la sharia gamada, in nomine Auschwitz. Brilla en la noche la luz del carnero. Los trenes partidos arden con velos rasgados. Abre el poeta el cielo en canal para clavar a los muertos y alzar los tambores, las dulces campanas, las flautas que soplan el silencio del alma. El latigazo onírico, surrealista, abstracto, restalla sobre la escritura de Carlos Morales. Dibuja en el aire la noche más triste. Talla el cielo de cruces. Rompe el silencio del alba. Es la sangre que luce, los pájaros que danzan.
Los pájaros, sí, los viejos pájaros de hierro que aletean entre las piernas larguísimas de Manhattan mientras caen sobre el Hudson los taxis amarillos. Oh, Dios que riegas tu jardín en las basílicas con el agua fresquísima de las mezquitas, con el dorado aceite de las catedrales, escúchanos cantar sobre Bagdad. Pero tiembla ya el mediodía mientras la mujer se inclina sobre la fosa común. Bajo las fauces negras del cerezo en flor, todo es vil materia, podredumbre y cieno. Sacerdotes desnudos se lanzan manzanas en los versos de Carlos Morales. Los pájaros de Aleixandre, que vuelan hacia la región donde nada se olvida, danzan y danzan dibujando el rastro del espíritu, la huella fugitiva del escritor, el alma del poeta de los versos cabríos, el caos que se avecina.


Luis María Anson
De la Real Academia Española


(“Canela fina” publicada el 27 de febrero de 2005 en el Diario LA RAZÓN)






"El postismo", de Isabel Navas Ocaña, por Juan Ramón Mansilla



OVEJA NEGRA BALA LLUVIA



Juan Ramón Mansilla





1945. La España de los años triunfales, pese a la derrota en la guerra mundial de sus hermanos mayores, duerme la siesta. Todo en ella, oficialmente, es orden, gozo en el deber cumplido, sintonía, aquiescencia. Si llueve, el agua, además de vencer a la hidra pertinaz de la sequía, engrosará el volumen de los pantanos que se imaginan. El tronco viril y enhiesto de la raza ha visto que “ya es llegada / la edad gloriosa en que promete el cielo / una grey y un pastor solo en el suelo” (Hernando de Acuña). Es como si, bajo el índice señero de un brazo incorrupto y el cornetín de los cuarteles, se hubiese producido la “absolución final de nuestra historia” (Gil de Biedma: Apología y Petición). El horizonte estaba cuajado de águilas imperiales. El futuro era una voluntad indivisa y férrea. El futuro era un retorno al pasado, como el anverso de las nuevas monedas: la unión, la sumisión mística de la nación a un proyecto mesiánico que se encarna en “un Monarca, un Imperio, una Espada” (Hernando de Acuña); poco importa que “media España ocupaba España entera / con la vulgaridad, con el desprecio / total de que es capaz, frente al vencido, / un intratable pueblo de cabreros” (Gil de Biedma: Años Triunfales). La España grande, una y ¿libre? dominaba la vida, política, religión, pensamiento, No-Do. También, cómo no, el arte. Aquí, tanto el estilo neoimperio como el garcilasismo, desplegaban el estandarte del pasado en el viento sin aire de la victoria.
Carlos Edmundo de Ory
1945. Un grupo de artistas e intelectuales (Joan Brossa, Modest Cuixart, Antoni Tàpies, entre otros) avanza hacia la creación, hecha realidad al año siguiente, de Dau al Set. Por su parte, Eduardo Chicharro, Carlos Edmundo de Ory y Silvano Sernesi, se embarcan en la creación del postismo. Ambos movimientos, curiosa la coincidencia de fechas, concurren no sólo en la actualización de algo que ha querido abolir la cultura hegemónica: la vanguardia; también en el desarrollo de unas propuestas teóricas y estéticas que, aunque enlazan con la reciente tradición surreal y existencialista, acaban suponiendo la irrupción del informalismo, así como una suerte de revisión racionalista del irracionalismo, humus vivencial del que se nutrieron las vanguardias precedentes. Ambos, junto a su función modernizadora, desempeñaron un efecto dinamitador en unos momentos en que la eternidad devenía inmovilismo. Fueron como golpes de brisa que azoraron las hileras de antorchas de la noche. De ahí la reacción que suscitan.
1945. Frente a la “muerte brava, serena, dulce” (Ridruejo), el postismo es una apuesta por la vida y por el hombre (ése “que se ríe sentado y fuma con la mano y la boca”). Una apuesta en la que el orín de los gatos es mucho más poético que toda la sonetería del garcilasismo. Y, ¿no es así?. La historia, incluso la de la literatura, termina por poner todo en su sitio. En los últimos tiempos asistimos a la recuperación de la obra de autores postistas y filopostistas, frente al ángulo oscuro en que van quedando sus detractores de entonces. En el marco de esta recuperación, necesaria, se sitúan trabajos como el de Mª Isabel Navas, editado en los talleres de El Toro de Barro.
Cicharro

Un trabajo que emprende, es una de sus virtudes, el análisis (teórico, estético y funcional) del postismo engarzándolo en sus circunstancias propias y exteriores. De ahí, tan importante como el estudio del movimiento per se, el examen de los rechazos. Las posturas de sus detractores, furibundas en tantos casos (si no conmigo, contra mí; fuera de mi orden, el desorden), terminan por hacer de una propuesta de reasunción de la vanguardia, una oveja negra a la que cargan, pese a no pretender tenerlos, de tintes antisociales y político. Son elocuentes al respecto las palabras de Eutrapelicus: “¿Es que no ha pasado nada y no está pasando nada en España y en el mundo para que a estas alturas intente resurgir la «Academia de los fauves», con todo el turbio y confuso maremagnum amoral, arreligioso, antisocial y antipolítico que rodea a estas cosas?” (cit. en Navas Ocaña, p. 40). ¿No era perfecto el mundo diseñado por los vencedores, la vuelta al orden? ¿A qué venía entonces la turbamulta postista?
Ángel Crespo
No a conmover los cimientos del “régimen”, sólo a renovar la estética artística a través de la actualización de las vanguardias. Una actualización que es a la vez un revisionismo. Los ismos, las vanguardias, habían sido resultado de la irrupción del irracionalismo, en sus diversas variantes, en el conjunto del pensamiento occidental. Tras los ismos, el postismo plantea una revisión racionalizadora del irracionalismo, como se aprecia sobre todo en sus relaciones con el surrealismo. A estas cuestiones, aunque descuidando las conexiones filosóficas, dedica Isabel Navas unas interesantes páginas que nos desvelan los mecanismos de la estética postista, marcada por la relación binomial entre lógica-técnica y subsconciente-automatismo, de la que sale un elemento de síntesis: la imaginación, como transcripción de los impulsos irracionales a través de la razón.

Gabino Alejandro Carriedo
El término síntesis (ya entre consciente y subconsciente, ya entre vanguardia y tradición) define bien la propuesta postista. En ella, como nos recalca la autora, la euritmia es un elemento cardinal, producto de la intervención de la técnica sobre los aportes del subconsciente a fin de lograr la belleza. En este punto es cuando mejor se advierte la voluntad de innovación del postismo, de modo especial mediante su apuesta, metapoética, de intervención sobre el lenguaje, de creación de un nuevo lenguaje. En este campo la estética del postismo se nos hace precisa. Consiste, tras restituir a las palabras, a todas las palabras, da igual su “pureza” o “impureza”, sus posibilidades poéticas, en afirmar que “la poesía lo mismo nace de la idea que del sonido”. De ahí, se sigue la valoración de la calidad fónica del léxico, la búsqueda de la musicalidad, del ritmo y la rima, sin hacer tabla rasa de un equipaje semántico que tiene por objetivo incorporar a la poesía la vasta amplitud de la condición humana así como su cualidad demiúrgica de hallar el misterio mediante la intervención de lo cotidiano. Esto es, “si miento invento una verdad / Si me hundo me Carlos Edmundo” (C. E. de Ory: Fonemoramas).
Federico Muelas
Junto al análisis de su teoría y estética, el ensayo de Isabel Navas nos aporta un replanteamiento de la evolución y el final del postismo. En este terreno encontramos las aportaciones más sugerentes y, acaso, polémicas. En primer lugar, a la tan traída y llevada disputa protagonizada en 1949 por Carriedo, Casanova de Ayala y Crespo frente a los “maestros” iniciales, le niega calidad de cisma. Sólo se trataría de una disputa personal sin ningún alcance estético. Las derivaciones de los “discípulos” hacia la atemperación de las pulsiones surrealistas, el formalismo y la manifestación de la realidad interior son coincidentes con las que venía experimentando Ory antes de fundar, en 1951, el “introrrealismo íntegro”. No habría ruptura sino coincidencia en una suerte de evolución transformadora. En segundo lugar, y en coherencia con lo anterior, se cuestiona la existencia de una “segunda hora postista” (Carriedo, Crespo, Carlos de la Rica, Fernández Molina...): “los acontecimientos que tuvieron lugar en 1949 (...) marcan la definitiva desaparición del movimiento postista, su agotamiento final (...), no una segunda etapa sino el canto del cisne” (Navas Ocaña, p. 82). Esta conclusión me parece lógica. Si tenemos en cuenta las derivaciones anteriores, el postismo no podía pervivir sin dejar de ser postista, y ésta es una contradicción insalvable. Por ello, tras haber conciliado vanguardia y clasicismo, dejaría el campo lleno de grano para el pajarerismo, para el realismo mágico.


Muelas, Carriedo y Crespo, fundadores de la revista El Pájaro de Paja 

Carlos de la Rica intentó convertir
El toro de Barro en una aventura
 editorial para servir de cobertura
al movimiento postista.

En cualquier caso, el postismo fue mucho más de lo que pudieron pensar sus denostadores y es que, como dijo Wenceslao Fernández Flórez: “Por lo visto, yo soy postista. Creo, como ustedes, que sin imaginación no existe el arte”.


















(Este comentario crítico de Juan Ramón Mansilla sobre El Postimo, de Isabel Navas Ocaña, fue publicado en el Día de Cuenca en el año 2000)